miércoles, 16 de marzo de 2011

Avatar 8 - Inmortal

En aquellos años cuando aún creía que la muerte era inevitable, cuando vivía el presente de manera eterna, mis ojos contemplaron la historia que les relataré:

Por aquellos tiempos mis rumbos derivaron en las montañas heladas de Kavkazskiy Khrebet. En estas cimas donde el mundo entero reposa, gran cantidad de abedules y pinos sincronizados en sutil danza bajo el níveo terreno reconfortaban mi espíritu soñador. De pronto, la paz del lugar fue destruida por gritos de dolor. Aunque el origen era lejano y los ecos sobre las rocas y los árboles me desorientaron por algún tiempo, finalmente encontré el origen de tan desgarradores lamentos. Un hombre, casi desnudo, una vez seguramente buen mozo, sobre la roca helada, encadenado de manos y pies, pálido de dolor, sufría inmensa agonía. Un cuervo mientras tanto hacía festín con su cuerpo, lentamente y sin dar importancia a los gritos y retorcijos el mismo comía su hígado, aunque no por completo. Quedé estupefacto ante aquel episodio, inmóvil más por la incredulidad que por el frio que comenzaba a medida que el Sol desaparecía detrás de la cordillera.
 

Cuando volví en mí, al fin mis miembros obedecieron y me acerqué hasta aquel pobre que aún gemía por el dolor que la herida le procuraba. Sin ninguna herramienta más que mis manos y cuanta roca podía levantar, intenté liberar al maltrecho encadenado. Vanos fueron mis intentos, agotado al fin, quedé dormido en medio del frio anochecer de la montaña.
 
Una mano tibia rozó mi frente. Era él, aún con sus cadenas sus dedos rozaban dulcemente mi frente, mientras sus palabras gemían: “Hijo, hijo descansa, no te acongojes, detén tu pesar, tu destino y mi salvación empiezan ahora”.

Recuperado, al fin me di cuenta que mis intentos para liberarlo serían inútiles. Entonces pensé que tal vez conversar y escuchar sería mi mejor ayuda. Mi sorpresa fue grande cuando caí en cuenta de la salud del encadenado. Estaba cansado y desgatado por su tortura; pero estaba vivo y la sangre ya no fluía por la herida, de hecho, sólo el rastro de la sangre seca quedaba. ¿Quién eres? ¿Qué eres?, le interrogué sorprendido.
Mi nombre es Prometeo afirmó, fui encadenado a este castigo por Zeus, señor de los dioses del Olimpo. Este es el precio que pago por mi amor a los humanos, porque les concedí la vida y les enseñé a utilizar los recursos de la naturaleza, les dí el fuego que Zeus les privó. Soy un titán, inmortal, igual que tú lo serás pronto. No me arrepiento de todo este martirio, pues el hombre logrará sobreponerse a la naturaleza y a los mismos dioses y, por mi parte, pronto vendrán a salvarme y tú eres parte de esa misión.

Continué toda la noche, en una plática de fantástica realidad, que para contárselas necesitaría tomos enteros y quizá mi memoria ya no sea fiel a las palabras pronunciadas.

Prometeo, entre muchas de sus virtudes, afirmaba poder ver el futuro, por eso, no le sorprendió mi aparición en aquel lugar perdido del mundo, ni el papel que desempeñaría en su liberación ni en la conquista del conocimiento del hombre. Una de mis mayores intrigas sin duda fue aquello que había dicho, “serás inmortal”. ¿Acaso era posible? ¿Un simple ser humano podría engañar a la inexorable muerte?

“Se paciente y perseverante, la respuesta está dentro de ti, busca y no pares de buscar, usa la razón y encontrarás tu respuesta. Ahora vete que debes cumplir con tu parte de esa historia”.

Aunque lleno de dudas y con muchas preguntas acepté marchar, pronto encontré ayuda. El llamado Hércules, hombre fuerte y muy gentil respondió a mi llamado de auxilio y emprendió veloz carrera en la búsqueda. Aunque intenté seguir el ritmo, me fue imposible. Cuando al fin llegué al lugar, Prometeo había sido liberado, sólo las cadenas rotas quedaron entre las rocas y en mi mente y mi corazón sembradas las dudas y las esperanzas. “Algún día seré inmortal”.

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